miércoles, 31 de agosto de 2011

Aquí sí

      
La libertad es, ya lo decía la canción, un rodeo que va dando la cadena. La misma cadena siempre, llena de eslabones que la dan o la quitan, depende. Y depende de tantas cosas que lo que ayer era nuestro derecho se convierte de pronto en nada. Es duro sentir que la libertad ajena se gesta en la pérdida de la propia. Tiene que serlo para el dueño del huerto que, cansado ya, supongo, de soportar el tirón de la cadena que se acorta, decide refugiarse en sus cuarteles de invierno y no duda en advertir de dónde está el límite. Seguro que en casa lo tiene crudo. En el bar, no digamos. Pero aquí, a ver, a ver quién va a venir a aquí a refanfinflarle la fumadica. Avisado queda.


















domingo, 28 de agosto de 2011

Para hacienda

       En "Caldo de cabeza" aparecen algunos de los muchos modos en los que el ser humano da vueltas y vueltas a lo que le rodea, de modo obsesivo y, a veces, risible. Volverse los sesos agua debería ser consustancial a la condición humana. Yo dudo que lo sea a pesar de todo, que no siempre hay alguien dispuesto a enredarse en sus propios pensamientos para entender el mundo en el que anda.
      Aquí os dejo uno de los relatos que aparecen. No quiero pensar en las razones que me llevan a que sea éste y no otro el que os propongo, no empecemos.


Para hacienda.

            El asesor fiscal llevaba ya dos horas con las cuentas de don Mariano. Anotaba, ponía, quitaba, le daba a la tecla y el simulador daba su veredicto. No parecía ser acorde a lo que don Mariano esperaba. Recordaba entonces el buen hombre unos recibos, una pequeña donación, y le surgía una duda trascendente acerca de la necesidad de informar sobre determinado ingreso, mejor no mentarlo... Y vuelta a anotar, a poner, a quitar, a darle a la tecla. El asesor sudaba tinta. No veía claro lo de don Mariano. Nada claro. Porque las cuentas nunca cuadraban con sus expectativas y siempre recordaba cosas nuevas y volvía a sacar otros papeles y le entraban nuevas dudas. En fin, que el asesor acabó por plantarse. Vamos a hacer una cosa, don Mariano, le dijo, yo me encargo de todo, usted ni se preocupa, yo me hago cargo y le digo los papeles que necesita, sólo una cosa, Don Mariano, por ir atando cabos, usted cuánto quiere que le salga...

jueves, 25 de agosto de 2011

Caldo de cabeza

       "Caldo de cabeza" es una recopilación de sesenta textos en los que se recorre una pequeña muestra de los mil modos de comerse el tarro que tiene el ser humano. 
               Juan José Valencia es el autor del prólogo y a Francisco Javier Munuera pertenece la fotografía de portada.

       Las ilustraciones interiores, en blanco y negro, son glifos mayas, páginas reducidas del manuscrito Voynich y otras fotografías propias tratadas en un programa gráfico.
      
       Acaba de llegar, recién salidico del horno, y no tiene mala pinta. Creo que ha quedado bien. Muy bien. Pero eso los padres lo dicen de todos sus hijos... 
       El libro tendrá, en principio, una edición limitada. (Aunque estoy en conversaciones para su distribución DOD, distribución bajo demanda). De cualquier manera, si a alguien le interesa puede ponerse en contacto conmigo a través de la dirección de mi perfil.
       
              


lunes, 22 de agosto de 2011

Saber estar


       Dicen los que saben que en tiempos de crisis no hay nada como diversificar el negocio. Los que siempre están en la misma crisis eso lo saben, también, desde siempre. Dar al cliente oportunidad de decidir, de elegir hacia dónde se han de encaminar sus inversiones, de saber, en definitiva, en qué se gasta uno los cuartos. El gremio mendicante, para muestra un botón, está ya al cabo de la calle. Profesionalidad y saber estar a la altura de los tiempos. Para qué engañar a nadie. Nada tan patético como dar pena con las mil argucias que espantan al personal que lo ven venir de lejos. Cinco ventanillas, cinco, en las que depositar su óbolo. Para cerveza. Para vino. Para porros. Para resaca (nada como precaver). Al menos es sincero. Pues eso. Y mientras tanto aguantar la que cae leyendo las noticias o haciendo el crucigrama. Tiene su mérito.


viernes, 19 de agosto de 2011

Secreto

       Abundan los decálogos acerca de lo que es y lo que debe ser un cuento. Hay uno en particular con el que me siento identificado. Sobre su autor quedan algunas dudas. Quiero decir, pensaba que era de Andrés Neuman hasta que hallé noticias de que se adjudicaba la autoría de ese mismo decálogo a Erskine Caldwell. En fin, quienquiera que sea el autor, tengo que reconocer que me sorprendió su criterio. Sobre todo en su primer mandamiento.
       "Contar un cuento es saber guardar un secreto".

       El cuento siempre guarda dentro de sí el alma de un algo que se decide no contar. Aunque es cierto también que debe ser algo que sin sentir se va contando. No sirve desvelarlo todo al final. No sirve si antes no se han sembrado los anticipadores que acaban por dar sentido a todo. Y eso es lo difícil. El narrador de un cuento, mejor, la voz de ese narrador, debe encargarse de mantener su propio misterio y sólo por razones de imperativa necesidad durante el desarrollo del relato se verá obligado a revelarlo, casi siempre con ciertas reticencias y sin prolijas explicaciones.

       Eso es contar un cuento, guardar celosamente el secreto de lo que se cuenta, y a la vez ir entregándolo en dosis tan homeopáticas que sólo al final es posible comprender qué era aquello que de verdad se nos andaba contando.

       Ya veis, fácil ¿no?



miércoles, 17 de agosto de 2011

Recodo



Por el camino,
                                         desleídos en sombras
                                         la luz y el viento.


lunes, 15 de agosto de 2011

Botones.

    Uno de mis relatos, titulado "Botones", tuvo la suerte de resultar ganador del Concurso de Cuentos "Ciudad de Tudela". El día de la entrega de premios leí el cuento ante el público que asistía al acto, como es preceptivo. Entre ese público se encontraba un amigo, mucho más que aficionado al cine, Julio Mazarico, y, pasados unos días se puso en contacto conmigo porque el cuento le había impresionado y deseaba llevarlo a la pantalla. El proyecto se llevó a cabo finalmente y el resultado fue un corto de ocho minutos editado en 35 mm. que obtuvo varios galardones en certámenes cinemato- gráficos.
          El relato y el corto utilizan, por supuesto, lenguajes diferentes. No podía ser de otro modo. Quien lea el relato y vea el corto podrá comprobar la existencia también de algunas diferencias en la historia. No es lo mismo palabra que imagen. Y queda claro que es una película "basada en".
      Siempre he estado a agradecido a Julio por el hecho de haber llevado a la gran pantalla (se estrenó en el cine Moncayo) este relato.
      Por eso os propongo "Botones" en sus dos versiones, la literaria y la cinematográfica. Espero que ambas os gusten.






BOTONES

 

-Manuel Arriazu Sada-


               Era la costumbre. El mismo día del entierro, por la mañana, mucho antes de que la proximidad del funeral ejerciera su influjo y la casa se llenara de vecinos y amigos, de llantos, aparecía la señorita Flor, ya nadie recordaba que hubiera otra anterior, con su sonrisa triste, con su vaporoso vestido negro, de luto, aliviado apenas por las florecillas blancas, inmaculadas, casi procaces, que nacían en su pecho, la cabeza cubierta por su pamela, negra también. Como una aparición fuera de lugar y de tiempo. En las manos, enfundadas en sus guantes de encaje, como siempre, nadie recordaba que hubiera sido jamás de otro modo, aquel presente, aquel paquetito primorosamente envuelto en papel de seda de colores crema, pálidos y suaves, con su lazo de raso, tan chocante, tan fuera de lugar. Como ella misma. Pero ya nadie extrañaba su presencia, todos la aceptaban como inevitable, como se acepta la llegada del día o de la noche. Nadie se sorprendía. Ya no. Llamaba a la puerta con modales desusados y esperaba a que alguien le franquease la entrada, pase usted, señorita Flor. Porque a pesar de los años todos seguían llamándola así. No le preguntaban nada, a qué venía, qué hacía ella allí, no, no le preguntaban, simplemente se apartaban para dejarle pasar. Se interesaba dulcemente por la viuda con su voz de terciopelo, en un susurro, si podría verla, tenía algo para ella. Nunca recibió, a saber por qué, una negativa. En un principio, aquella primera vez que posiblemente no fue ella, tuvo que ser la sorpresa la que impidió reaccionar adecuadamente a quien podía negarse. Más tarde, con seguridad, fue la costumbre. A nadie hacía daño, a nadie. Y el aire se llenaba de su perfume denso, perfume francés, por donde ella pasaba, dejando una atmósfera herida por un hilo de aroma sensual, diferente, que sometía las voluntades despertando profundos ecos inconfesables allí donde germina el deseo. A pesar de los años. Porque también el recuerdo despierta a la llamada de las pasiones dormidas y aplacadas. Sentía, cómo no, la animosidad callada de las mujeres, de todas ellas, sin excepción. Porque todas podían sentirse amenazadas por su presencia inoportuna. Solía rezar un instante frente al féretro, dedicando una última mirada al finado, guardando un silencio respetuoso, como de oración, y era obligado que aquel beso callado viajase desde sus labios a los fríos labios del difunto, volando en su mano grácil, desnuda de su guante negro de encaje, como una paloma que portara su último mensaje. Siempre ocurría así, nadie recordaba que jamás hubiera sido de otro modo. Después presentaba sus condolencias a la inconsolable viuda, acompañándola en el sentimiento, confesando compartir con ella el dolor de la partida de aquel que descansaba en paz. Lo hacía, como siempre, en un tono y unas formas ya en desuso. Aquellas muestras de dolor solidario acababan por conmover a quien escuchaba sus palabras, notando a la par el tacto consolador de su mano enguantada, de la otra desnuda, en la propia mano que anidaba entre ellas como pájaro aterido. Dos besos, apenas un roce. Antes de partir ponía en sus manos aquel presente, aquel regalo fuera de lugar, inadecuado, que la viuda recibía en silencio, sin preguntar nada, como una ofrenda póstuma a un dios que ya no existe, acunándolo en su regazo de mujer sola, sola ya, reprimiendo apenas un sollozo entre palabras de agradecimiento. Tiene que ser fuerte, le decía. Y regresaba por donde había venido, con la misma parsimonia. Lo hacía a pie, despacio, muy despacio, como si el tiempo sufriese en esta labor un elongamiento imposible, hasta casa del Almirante. No hacía falta preguntar, todos sabían de dónde venía, a dónde iba. Todo se sabía. Nada tan evidente y manifiesto como su vida. Todo se sabía. Todo menos el misterioso contenido de aquella cajita envuelta con primor en papel seda y liada cuidadosamente con su lazo de raso. Nadie. Sólo ellas. Las viudas. Y eran ellas precisamente las menos proclives a dejar que trascendiera una palabra, a colaborar en que aquel secreto dejara de serlo. Nadie les hubiera creído. Porque ellas mismas no entendían qué significado podía encerrar el contenido de aquella cajita que la señorita Flor depositaba en sus manos de viuda y que ellas abrían en mitad de su insomnio de aquella noche, tal vez la siguiente, en el mar inmenso de una cama de matrimonio. Botones. Cientos de botones. Botones pequeños, botones traslúcidos, botones nacarados, grabados y lisos,  botones de hueso, de madera de olivo, de almendro, botones rústicos, botones blancos, transparentes, veteados,  botones de poliéster, de concha, de hueso… Botones. Desparejados en su mayor parte. Alguien dice haberla escuchado decir, a ella, sin venir a cuento, que parecía desvariar, que los botones de verdadero nácar se distinguen porque se mantienen fríos al tacto. También que el aceite protege y da prestancia a su brillo. Botones. Un inmenso tesoro de pequeñas cuentas redondas, irisadas, como hitos de un extraño rosario de ojales. Un pequeño tesoro habitado por el número cabalístico de sus orificios, siempre pares, siempre en el centro de aquel mundo, en el que ellas, sin saber qué pensar hundían sus dedos, como en arena, dejando resbalar por entre sus dedos, para sentirlos fríos al tacto y notarlos huir por entre las yemas, como respuestas que no se dejan atrapar y desertan, despavoridas, para escucharlas entrechocar como conchas marinas. No podía ser sino locura. La de la señorita Flor, no cabía otra cosa. Y allí siempre se respetó a los locos, mucho más que a los muertos, mucho más. Mientras, la señorita Flor seguiría habitando la casa del Almirante, al otro lado del río. Como fue desde tiempo inmemorial. Soportaban su presencia como se soporta la tentación, lo inevitable. Todo el mundo sabía que la señorita Flor no se dejaría ver de nuevo por el pueblo, que nadie volvería a verla caminar por sus calles, visitar sabe Dios qué casa, hasta la próxima ocasión en que la muerte visitara varón. Extraña locura. Los hombres la veían ya pasar con aprensión, de regreso a la casa del Almirante, al otro lado del río. Se habían librado. Por ahora.
                   La cajita que Sofía Santos recibió era grande y durante noches enteras trató de desentrañar el significado del secreto de aquellos botones. Los contó. Trescientos cuarenta y siete. Los volvió a contar. Trescientos cuarenta y nueve. De nuevo. Trescientos cuarenta y siete. El número nada le dijo. Finalmente decidió desterrar de sí la idea de seguir el rastro de sospechas que ni siquiera existían.
                   El número de botones que contenía el regalo que recibió Lisenda Marcos, superaba el medio millar. A Lisenda le dio por emparejarlos, pero no llegó a conclusión alguna. Apenas si consiguió reunir varios pares y algún dudoso trío. Cuatro unidades iguales. Tanto daba.
                   Alguna extraña revelación hizo que a Ana Delia Remonte, viuda de Secundino Redón, le diera por clasificar los doscientos cuarenta y dos que recibió, número capicúa -y Ana Delia creía mucho en el azar de los números-, por el número de orificios. El resultado la dejó perpleja ya que ciento veintiuno resultaron ser de cuatro agujeros. Los otros ciento veintiuno, de dos. Y que ella supiera ciento veintiuno, los dos resultantes, seguían siendo capicúas. Se santiguó al percatarse.
                   Cándida Lomero se fabricó un collar ensartando en una fina liz encerada los más de setecientos treinta botones que contenía el presente que ella le entregó. Lo llevaba siempre puesto y si alguien le preguntaba respondía que no era incumbencia de nadie lo que ella gustara o decidiera ponerse al cuello. Únicamente ellas comprendían.
                   Teófila Sabando jamás los contó. Eran ciento setenta y siete, pero ella nunca lo supo. Fortunata Res decidió ordenar su colección de botones en un cartón con gomitas que se agenció en una mercería. Emerenciana Lodos se los quiso regalar a Dolores Argüelles, la camisera, pero a ver qué iba a hacer ella con tanto botón suelto, con todo se los quedó, ya vería ella. Hubo quien se fabricó un rosario. Siempre sobraban avemarías. La mayor parte decidía guardar aquel raro presente tan sólo porque les traía a la memoria, de algún extraño modo, el momento triste de la despedida de su difunto marido.     

                   Por eso nadie se sorprendió al verla atravesar el puente, bien de mañana, más que de costumbre, y enfilar la calle que lleva al barrio alto a través de las callejas que rodean la iglesia, sembrando los efluvios de su perfume francés en aquella atmósfera límpida, esparciendo el aroma de su secreto por todos los rincones de la calle. Todos sabían lo que portaba en sus manos. Y cumpliendo aquel extraño rito, aquella costumbre santa de consolar a la viuda, se plantó frente a la casa del difunto Gregorio Malvás. Llamó a la puerta y alguien le abrió. Pidió, como siempre lo hacía, aquel permiso que ya nadie pensaba siquiera le pudiera ser negado. Pero, contra la que era su costumbre, pasó frente al féretro sin ni siquiera hacer mención de pararse ante él y se dirigió directamente, con una decisión casi impropia en ella, cuyos movimientos parecían regirse por la incertidumbre, hasta la figura exigua de aquella mujer de luto que la miró acercarse de un modo tan distinto a como imaginó que ocurriría. Hizo un amago de levantarse, pero fue ella, la señorita Flor quien lo impidió con un mínimo gesto de la mano sobre su antebrazo. No, no, dijo, no es preciso. Y, en aquellas mismas manos, extendidas y abiertas, depositó su presente. Pronunció las palabras de consuelo que todos sabían que habían de pronunciar sus labios y, al poco, se despidió. Pensaron quizás que sería ahora cuando al pasar junto al féretro hacia la puerta de salida, se pararía frente al cadáver de Gregorio, para rezar, quién sabe si para depositar uno de aquellos besos de despedida. Pero no lo hizo, no, y Milagros, la viuda, fue testigo de cómo la señorita Flor incumplía la costumbre de despedir al que partía. Permaneció Milagros aún, durante unos segundos, sin pestañear, esperando quizás el milagro de un regreso que no se produjo. Y echó a llorar desconsoladamente. Notó también que aquella cajita envuelta en papel de colores, con su lazo de raso, apenas si pesaba, como si contuviera la nada, tan ligera la sentía en la palma de sus manos, sobre su regazo, y ya entonces comenzó a sospechar. Supo que aquella noche, cuando la soledad conquistara su corazón definitivamente, le quedaría todavía por pasar aquella prueba. Tendría que abrir de par en par, con el aliento contenido, el corazón oscuro de aquella leve urna de cartón que ella le había traído. Porque algo le decía que había de ocurrir lo que finalmente ocurrió, que estaba vacía. Completamente vacía. Y sin saber la razón, sospechando que había algo más por lo que sufrir, se echó a llorar, sin lágrimas, que había agotado ya para entonces su capacidad de llanto. Se desesperó porque no entendía que, en medio de su desgracia, pudiera haber algo peor que la muerte de su Gregorio. No podía entender aquella afrenta, aquella falta de delicadeza, en ella, en quien tanta consideración mostraba para con todos. Ni siquiera rezó ante él, ni siquiera le dirigió una mirada, recordó quejosa. Se sintió estafada, herida en lo más profundo en su alma de mujer, y pasó varios días en un puro dolor que la sumió en un estado de desasosiego que contagió a quienes le rodeaban, que en modo alguno comprendían lo que podía andar ocurriendo. Fue Miguel, su hijo, quien se plantó delante, con una decisión insospechada, madre, que ya era tiempo de dar explicaciones. Y se las dio. Le explicó su padecimiento, su desconsuelo, y a pesar de que él trató de restar a lo ocurrido una importancia que únicamente Milagros, su madre, era capaz de dar a un hecho intrascendente, insustancial, carente de significado, una mínima semilla de duda anidó en su corazón. Germinó pujante uno de aquellos días de borrachera y jarana, un sábado de amigos y de farra en la que los pasos, como en tantas ocasiones, les llevaron hasta el otro lado del río. Más tarde Miguel sería incapaz de recordar con nitidez qué pudo ocurrir allí, en la casa del Almirante. El vapor del alcohol formó en su memoria una nebulosa densa que lo impedía. No recordaría el nombre de su chica aquella noche, ni la hora o el modo en que regresó a casa. Sabía, eso sí, que en medio de su delirio etílico gritó su nombre Flor, la señorita Flor, que tenía que verla. Lo gritó mil veces. Lo pidió con una violencia inusitada que únicamente la noticia de que ella le recibiría fue capaz de aplacar. Llegó a su puerta tambaleándose, sosteniéndose apenas de pie. Le abrieron. Ella estaba allí, sentada en la penumbra carmesí de las luces indirectas, de la calidez de la decoración en rojo, y le indicó que pasara, que podía sentarse, en aquel sillón, frente a ella. Y recuerda también que hablaron de lo que pasó, de la muerte de su padre, del dolor de Milagros, de su afrenta. Supo que ella le escuchaba, que también habló. Tu madre, recordaba que le dijo, no tiene de qué quejarse. Todo lo demás se perdía en la misma nebulosa. Recordaba extrañamente que en un momento dado ella le preguntó, ¿tienes novia?, les había visto pasear algunas tardes, al otro lado del río. Se recordaba a sí mismo pronunciando su nombre Rosa, Rosa Escriba, confesando que la quería, confesándole su amor por ella a aquella sonrisa irónica que le llegaba por entre la niebla. Nada más. La señorita Flor le vio salir tambaleante todavía aunque algo más sereno, como si hubiera comprendido. Pero tenía razones para dudarlo. De nuevo quedó sola la señorita Flor y una de las chicas se aproximó a ella y depositó algo en la palma de su mano. Es suyo, de Miguel, no fue difícil, él mismo me lo dio sin preguntar, como siempre hacen. La señorita Flor asintió, entendía. Cuando se quedó sola se sentó frente al escritorio y, en un recorte mínimo de papel seda escribió aquel nombre, Rosa, seguido del apellido que él había pronunció. Se levantó después, se dirigió al armario del fondo, y  al abrirlo apareció ante ella aquel inmenso mundo de cajitas de cartón, cada cual con su nombre rotulado. No tardó en hallar la suya, Miguel Malvás, casi vacía. La había añadido hacía no mucho tiempo. Introdujo en ella el papelito con el nombre de Rosa y, con un suspiro, dejó caer en su interior el botón de la camisa de Miguel que la chica le había entregado. Un extraño tributo al que nadie ponía reparos. Algún día ella los recibiría. Porque ellas solían quedarse. Tal vez, de esto no podía estar segura, se los tuviera que hacer llegar en persona. Tal vez no, que los años no pasaban en balde. No importaba. Alguien, otra señorita Flor, lo haría por ella.
o-o-o

sábado, 13 de agosto de 2011

Alfambra

       El pasado seis de agosto tuvo lugar en Alfambra el acto de entrega de premios de la quinta edición del certamen. Fue un acto en el que se recitaron poemas de Gabriel Celaya. La foto está tomada en el patio de Casa de Óscar (una delicia de casa y de familia a la que le quedamos agradecidos por el trato y la amistad).
       En la foto, de izquierda a derecha: Restituto Nuñez, Blas Muñoz, Manuel Arriazu, Eneritz Tavera, Fernando Gayo, José Carlos Iglesias y Javier Castrillo.



Recibieron el premio por sus trabajos.
Relatos cortos:
1º -La república independiente de san nadie
Autor: José Carlos Iglesias Dorado
2º -Duermevela en la plaza nueva
Autor: Javier Castrillo Salvador
3º -El negro
Autor: Manuel Arriazu Sada

Poesía:

1º -Dejaré de fumar mañana
Autor: Blas Muñoz Pizarro
2º -Futuro emocional
Autor: Fernando Gayo Sánchez
3º -Los pergaminos muertos
Autor: Restituto Núñez Cobos

Especial- Óscar Abril

Premio único para: El club de las luces y las sombras
Autora: Eneritz Tavera Barrón

miércoles, 10 de agosto de 2011

Traslapuente

      


      Os quiero hablar de un grupo de amigos. De esos a los que les gusta la literatura y muy en particular la poesía. El grupo nació hace más de veinte años y consiguió sacar adelante una revista literaria que lleva el mismo nombre, "Traslapuente". Salen dos números al año y es un hecho insólito que el número cuarenta y dos ande ya en la calle. Soy miembro de Traslapuente desde el año dos mil y me gustaría que echarais un vistazo a su versión digitalizada (ya sé, ya sé, donde esté el tacto cálido del papel...). Así que aquí os dejo el enlace. Que disfrutéis.
                                       http://www.cuadrillasdetudela.com/traslapuente/inicio.html

martes, 9 de agosto de 2011

Por el principio.

       Que es por dónde se empieza. Sobre todo cuando vas aprendiendo sobre la marcha acerca del cómo funciona un engendro así, que me dicen que es tan intuitivo y fácil. Yo sigo creyendo que voy a estropearlo todo, que todo está preparado para que de una sola pulsación del teclado se caigan los palos del sombrajo.
       En fin. Si todo va normal iré escribiendo aquí sobre mis libros, sobre mis cuentos, sobre los libros de mis amigos, sobre las gentes que voy conociendo en este mundillo y que merecen la pena, sobre las cosas a las que uno da vueltas en su cabeza. De ahí que haya decidido llamarle "Caldo de cabeza", que, además, es el título de uno de mis libros. Pero eso es ya otra historia.
       Bienvenido si has llegado hasta aquí. Espero que te sientas como en casa y que hayas venido para quedarte.